PAOLO SOSPERRO

FUTBOL

A Lionel Messi habría que cagarlo bien a trompadas. Como puede ser que su fútbol sexi, sus quiebres de cintura, su zurda finísima y su barba de cabeza de familia pertenezcan al mismo universo donde Paolo Sosperro intenta jugar a la pelota. A Lionel Messi habría que pegarle cuatro o cinco cachetadas y mandarlo a jugar de tres, que haga toda la banda, que le agarre EPOC y que termine en el suelo pidiendo suero; existe solo para recordarnos que hacemos todo mal. Me divierte imaginar a Paolo, que alguna vez fue caudillo, con los ojos puestos en un festival de fútbol y samba, con una mano en su chivito de quinoa y la otra en el control remoto, en una lucha histórica contra su pulsión de apagar la tele o seguir mirando por morbo. Quizás verlo triste porque su Celeste se comió un paseo era la pequeña victoria que necesitábamos; pequeña, insisto, pero muy necesaria.

Pero más allá de esto no se puede creer que un día la vida decida poner arbitrariamente fútbol total y al siguiente hacernos ver una remake de “The Walking Dead” con todos sus muertos vivientes, donde el Final Boss es un tipo como Donatti, esa clase de personas que se visten de blanco para año nuevo y que sacan a pasear al bulldog francés con la familia. Bien silbado, claro está; no puede ser marcador central. A esta gente hay que verla triste para que las energías circundantes se transformen en felicidad: transformar el dolor en fiesta es algo propio de nosotros, y por supuesto que preferiría que no haya dolor en primera instancia, que la felicidad sea el resultado de acciones felices, pero esto es San Lorenzo y hay que acostumbrarse.

Hablando un poco de esto, Paolo Sosperro estaba triste, algo que, sin dudas, mañana o pasado contribuirá para hacernos algún bien. Antes del partido Paolo vio su muerte, ya sabía el desenlace final, se vio a sí mismo, viejo y pulgoso, arrastrándose hasta un techo para morir olvidado. El perro fallecido, y que luego fue dejado allí como una suerte de monumento a la crotera seismanazanera, era él; ni Zidane ni nadie fue a presentarle los respetos que alguna vez tuvo. No puedo explicar esta teoría, pero estas cosas no se explican, no traten de entenderlo, es un sentimiento y no puedo parar; estas cosas se palpan en el aire y se sienten en las entrañas. ¿Quizás un vórtice tridimensional, propio de las teorías más descabelladas de la física cuántica, colocó allí al pobre perrito, que, en realidad, no era otro que Paolo? No lo sé, no me interesa en lo más mínimo la verdad o la mentira. Pero lo que es seguro es que ayer, nosotros, los que (des)afortunadamente asistimos a la cancha, vimos un sacrificio. Un excaudillo, campeón de todo, puso a cinco tipos a cuidar un cero a cero que fue rápidamente alterado por una desafortunada jugada que era a tu favor y que terminó en gol. En la desesperación, sacó a otro zombi de su tropa y puso línea de cuatro. El resultado fue el esperado, el que todos ya nos veíamos venir: nos cagaron a pelotazos. El sacrificio de ayer fue la carrera del ex caudillo, que sólo podrá dirigir de nuevo si tiene un amigo tan querido como Cetto. El cadáver del perro era él, olvidado y croto por siempre, sin entierro ni respetos, eterno como los videos que pasarán sobre su repugnante paso por el club y que no podrá venderle ni al más excéntrico de los millonarios que regentan algún club perdido por los bosques de Siberia. Como si fuera poco, en este sacrificio participaron dos qu*meros, lo que sin dudas añade un punto más a esta colisión cuántica de realidades paralelas, una raza que por genética llama a la tragedia y a la tristeza colectiva. Resignificando el refrán popular, la culpa no es del perro, si no del que le da de comer; pero si encima le tiras un churrasco, y el Tobi te muerde la mano, bueno, qué se yo, mándenlo a dormir al techo. 

Lo que quedó claro es que esto no da para más. Es desesperante entender que la única alegría del lunes fue ver a los amigos de siempre, que, para colmo, terminaron más desconsolados que uno mismo. Nos espera un club de Nuñez, Belgrano o La Boca erecto y con envión, y si el excaudillo sobrevive a los niños de Lanús será espectador de un River dispuesto a concretar un posible papelón que ya no podrá ser evitado puesto a que, en este universo cuántico donde Messi y Paolo conviven en el mismo deporte, el motor ya está en marcha. Tragedia o gesta heroica, miedo o felicidad, vida o muerte. Cuando nuestro aprendiz uruguayo se de la mano con el Muñe, cuervo de verdad, el tiempo y el espacio colisionará: Gallardo verá su vida transcurrir en un segundo, verá su muerte y también su estatura de oro en los pasillos del club milico. Luego del apretón de manos, el Muñe sonreirá; sabrá que su destino no estará en el techo de una platea y solo se dispondrá a seguir los designios del destino. Güemes, caudillo en serio, dio su vida y hoy tiene su estatua; Paolo, quien en otros tiempos podía cargar sin vergüenza con el mismo mote, también la tiene: estatua que será limpiada (quiero creer) y que luego, como todo en esta vida, caerá en lo más profundo de los olvidos.

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