CONTATE OTRO (PARTE 10)

HISTORIA

¿Cuánto hace que se distingue entre los torneos de fútbol del Profesionalismo y los del Amateurismo? ¿Por qué se marca esta distinción tan tajante y desde qué lugar se la cuestiona? ¿Sólo en la Argentina se hace? ¿Qué pasa con los logros de la Selección? Algunas posibles respuestas a estas y otras preguntas, a continuación…

Quedó dicho desde un primer momento: el fútbol argentino no se fundó con el Profesionalismo. Pero reconocer el impulso precursor de los años del Amateurismo no puede derivar en la homologación valorativa de ambos períodos históricos. Equipararlos sería contradecir los principios más básicos de la estadística. De hecho, cuanta más luz se echa sobre los albores de nuestro fútbol, más evidente se hace la necesidad de respetar la distinción. Cuanto más se sabe sobre las condiciones en las que se practicaba este deporte antes de su profesionalización, menor es el margen de persuasión que le queda a aquellos estadígrafos interesados en reversionar la historia.

Puede sonar muy romántico que los campeonatos de la etapa supuestamente “no remunerada” de nuestro fútbol valgan tanto como los de ahora. Pero no por romántico deja de ser falso.

(En lo personal, imagino que en las próximas décadas la valorización de los títulos de esta época se verá sensatamente cuestionada: al igual que desde el presente conocer las condiciones que regían el Amateurismo torna irrisorio todo intento serio de equipararlo al Profesionalismo, en el futuro probablemente se burlarán de un fútbol argentino cuyos fixtures no se sorteaban, cuyas reglas de juego no se arbitraban mediante herramientas tecnológicas y cuyas autoridades hacían las veces de juez y parte en la AFA, entre otras irregularidades que hoy son ley).

Como hemos visto en los capítulos anteriores, con su multiplicidad de asociaciones organizadoras y su insuficiencia de datos fiables, la precaria Era Amateur fue -a grandes rasgos- una época en la que se celebraron ligas de menos de 10 clubes participantes (en un caso, de tres), en la que los abandonos del campo de juego y la no presentación de equipos (o la presentación con menos futbolistas) se reiteraron de manera constante, en la que la desafiliación y desintegración de instituciones se hicieron moneda corriente, en la que la culminación de 90 minutos de juego sin incidencias se tornó casi una rareza, en la que la legislación fue aplicada a prueba y error (y se erraba mucho), y en la que la toma de decisiones estuvo signada por una arbitrariedad que hoy avergonzaría a los organizadores de cualquier torneo barrial (ascensos a dedo, supresiones de descensos, finalizaciones abruptas de certámenes, etc.).

La Era Profesional, por supuesto, no es una panacea de criterio y transparencia. En el transcurso de sus más de ocho décadas se cometieron, desde la AFA misma, ominosas injusticias y memorables atropellos a la razón. Los hinchas de San Lorenzo lo sabemos muy bien. Alcanza con fijar la atención en lo que viene ocurriendo en Viamonte al 1.300 para verificar lo lejos que aún estamos de tener un fútbol modelo, para atestiguar lo ridículo que suena el proyecto de una “Superliga” en este contexto.

Fue durante el Profesionalismo, nobleza obliga, que se forzó la fusión de algunos clubes para que siguieran compitiendo (los casos de Unión Atlanta-Argentinos y Unión Lanús-Talleres en 1934), que se produjo una huelga y un éxodo de jugadores a cinco fechas de la culminación de un torneo (el de 1948, año en el que el descenso previsto quedó suspendido), que se dieron partidos bochornosos como el Independiente 9 – San Lorenzo 1 de 1963 (con el que los locales se consagraron campeones), que un encuentro se completó sin árbitros (un Banfield-Newell’s de 1972), que se inventaron los promedios del descenso (con una primera versión en 1961 y su imposición hasta hoy en 1983, para salvaguardar a River y a Boca), que dos instituciones permanecieron un semestre sin jugar por una modificación en el calendario (Rosario Central y Racing en 1985), que se disputó un certamen en el que los empates se definieron por penales (el de 1989/1990), que se dirimió por diferencia de goles un triangular al que sus integrantes accedieron sin que los desempatara su diferencia de goles en el torneo (lo sucedido con San Lorenzo, Boca y Tigre en el penoso Apertura 2008), que se prohibió la asistencia de los hinchas visitantes a los estadios (prohibición que increíblemente parece estar naturalizada), que se entregó un título de liga por la disputa de un único partido (el irrisorio caso de la Superfinal entre Vélez y Newells en 2013 -el cual será objeto de revisión, junto con los títulos de 1936 en una próxima entrega-), y que se promovió el ascenso masivo de 10 escuadras en seis meses (mamarracho que en buena medida provocó la actual crisis de la AFA).

Estas incidencias que oscilan entre lo lamentable y lo desopilante -y algunas más- ocurrieron después del “borrón y cuenta nueva” que significó el 18 de mayo de 1931, eso es innegable. Como también lo es su carácter extraordinario, excepcional. De hecho, en una sola temporada del Amateurismo pueda reseñarse una cantidad similar o incluso mayor de irregularidades que en las ocho décadas y media de Era Profesional.

Hay, desde lo organizativo y lo normativo, una distancia sideral entre ambos períodos. Amén de lo estrictamente vinculado con un normal desarrollo de los partidos y de los torneos, el Profesionalismo permitió en la Argentina la regularización de la situación salarial y laboral de los futbolistas, que así comenzaron a ejercer su derecho a la libertad de contratación; posibilitó la obtención de instrumentos legales para los clubes a la hora de gestionar a sus planteles, y retener o desprenderse de sus jugadores; y promovió una federalización paulatina del fútbol argentino; es decir, una integración progresiva de los clubes del interior del país -a través de la posibilidad de afiliarse que antes les estaba vedada- a un ámbito eminentemente dominado por los clubes metropolitanos (otra cuestión que dejo pendiente de abordaje para una próxima entrega).

Entre los razonamientos erróneos que utilizan quienes intentan equiparar todos los certámenes, hay un par que se reitera. El primero alude al palmarés unificado de la Selección Argentina, el cual incluye un subcampeonato del Mundo y cuatro ediciones ganadas de la Copa América (por entonces Campeonato Sudamericano) antes de 1931. El punto es que lo que se profesionalizó -acaso tardíamente- en mayo del 31 fue el desarrollo del fútbol local, no las citadas competiciones (que no prohibían la participación de futbolistas remunerados y cuyo nivel de organización y espíritu de competencia claramente no eran amateur).

Otra falsedad -orientada a buscar lo ejemplar afuera, en Europa- pasa por plantear que la distinción entre Amateurismo y Profesionalismo es una exclusividad argentina, como si en ningún otro país del mundo existiera. Podría postularse, por cierto, una razón de peso para esta hipotética exclusividad, ya que la Era Amateur fue particularmente caótica en nuestro fútbol. Pero igualmente debe aclararse que las federaciones de cada nación tienen sus propios criterios valorativos y algunas marcan esta misma diferenciación (mientras que otras trazan distinciones aún más específicas).

No es verdad que los títulos de la Era Amateur nunca fueron homologados a los del Profesionalismo por ningún actor de peso (de hecho, la conformación del grupo de clubes con voto calificado, los denominados “Cinco Grandes”, en los años ‘30 se basó -en parte- en la contabilización de “títulos” del Amateurismo), pero sí que -por amplio consenso- unos y otros lauros carecen de la misma valoración desde hace más de 60 años. Los estadígrafos de Boca, Racing y Huracán adjudican equivocadamente este canon a la publicación a mediados de los ’70 del libro “Historia del Profesionalismo”, escrito por el periodista Pablo Ramírez. La profusión de datos de esta obra de siete tomos -dicen los muchachos del CIHF- fomentó que a partir de allí se consideraran generalizadamente sólo las estadísticas post-1931. Pero la verdad es que la distinción ya estaba clara desde mucho antes. Esto puede constatarse de manera sencilla a través del archivo periodístico de los años 40, 50 y 60. Ya en enero de 1932 -para cerrar con un ejemplo elocuente que se ve en una de las imágenes que ilustra esta columna- “La Vanguardia” designaba a Boca como el “primer campeón profesional”.

Es perfectamente lógico que, con el correr del tiempo y el transcurrir de los torneos, el palmarés y los historiales del Profesionalismo hayan consolidado su mayor jerarquía en la consideración del fútbol argentino. El febril intento de revertir este proceso y reescribir el sentido común no puede proceder más que de actores interesados y no puede basarse más que en un revisionismo carente de rigor contextual. No hay forma de reivindicar la homologación del Amateurismo si se lo repasa a consciencia.

AUTOR: Carlos Balboa

Socio 12.236. Socio Refundador 2.045. Miembro de DBV. Periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *