LAS AVENTURAS DE MARCELO I

TRIBUNA
  • Esto se ve muy mal, Marce…
  • ¿Doctor…?
  • Necesitamos un milagro…
  • Un milagro… doctor…
  • ¿Doctor…? ¿Milagro…? ¿Doctor milagro…? 

Suena la alarma y Marcelo abre los ojos. El reloj digital, comprado en el aeropuerto de Madrid y con los colores rojiblancos del Aleti, marca las once de la mañana. Temprano, piensa Marcelo, y se acurruca en la cama de dos plazas que comparte con nadie para intentar recordar que fue lo que soñó. Transpira mucho y está todo pegajoso: quizás fue una pesadilla, quizás fiebre, quizás nada de eso. La cadenita de plata con la cara de Larry de Clay se le adhiere al pecho, y mientras se siente un prisionero, un prisionero de la vida y de la muerte, piensa en esta existencia fugaz que en algún momento marcará la campanada final. Todo esto tiene que decírselo a su espiritista, el Ravi López, un muchacho de Remedios de Escalada que vivó como ilegal durante dos meses en la India hasta que fue deportado por las autoridades del país; él es quien interpreta sus sueños, traza su camino, el que ahuyenta las malas vibras que le envían sus enemigos por las redes y televisión nacional. Las terapias aromáticas y el frenético bongó de su guía espiritual le enseñan tanto de la vida que hasta él, que es el número uno y que ya no debe aprender nada, se sorprende.

Luego de un largo bostezo junta fuerzas para levantarse de la cama; tantea somnoliento con los pies las pantuflas felpudas que se esconden en las sombras, como sus tantos detractores, y una vez los pies calentitos se dirige a la cocina para preparar un cappuccino en su cafetera firmada por el mismísimo George Clooney. Mientras la ruidosa máquina trabaja, Marcelo usa el portero para ordenarle a Juan Carlos, el encargado que a veces, un poco obligado y un poco porque no tiene nada que hacer, oficia de mayordomo, que vaya a comprarle unos vigilantes y dos tortitas negras para el desayuno.  Marcelo tiene el impulso de encender la televisión, pero logra contenerse: sabe que seguro están hablando de él, ¿Cuál será la nueva operación de prensa que sus enemigos estarán tramando? ¿Qué programa querrán largar a la misma hora que el suyo? ¿Qué dijo Chiqui Tapia? ¿Qué dijo Polino sobre la vuelta carnero del Fan de Wanda? La tentación es insoportable, pero el televisor de 120 pulgadas termina por encenderse casi que por ley de atracción. Hace un zapping veloz que termina en el canal 300 con un hombre vestido de cura que habla en italiano e intercala frases en latín. Pero nadie habla de él. Hace unos quince años tal vez sí, pero ahora ya nadie lo hace, y esto es raro, se dice, muy raro, y pasa por el canal rural, el eclesiástico, la televisión española, cartoon network, y alguno de deportes. Es molesto e irritante, ¿Cómo puede ser que a nadie le interese su éxito en la televisión, en el futbol, o en el ámbito empresarial? Por supuesto que los equivocados son ellos, de eso no hay duda, y mientras estas reflexiones le sacan humo por las orejas suena el chirrido del timbre: es Juan Carlos con sus facturas. Marcelo abre la puerta.

  • Su Alteza…
  • Juan Carlos…
  • Emmm, mirá, digo… mire, en la panadería tortitas negras no tenían, porque sabe usted que las panaderías son jodidas, si uno no se levanta temprano vienen todos y ¡zácate! se te llevan hasta las faturas de batata, esas que no le gustan a nadie, y bueno, pasó justamente eso jeje: no había tortitas negras. Traje pancito relleno y palmerit-…

Marcelo recibe su fallido desayuno sin mirar siquiera a Juan Carlos y da un sonoro portazo. Le enferma la inoperancia de la gente. Parece que para la próxima tendrá que ir él mismo a la panadería, una actividad cansadora, estresante y que desalinea sus chakras. Pero tendrá que hacer el esfuerzo, concluye mientras apaga la televisión y toma a sorbitos el cappuccino caliente, habrá que hacerse cargo porque ya está harto de delegar. Es que él no puede con todo, es imposible batallar en todos los frentes y encima conseguirse él mismo las facturas, pero es un costo a pagar por esta capacidad de liderazgo innata, este don de gentes que le fue instruido por el mismísimo Dios; él no pidió ser Marcelo, él no quiere ser seguido, quiere ser un tipo normal, reflexiona mientras muerde un pancito, quiere ser un hombre como cualquier otro de los tantos que se levantan por las mañanas y toman su Porche para ir a ver a su hijo jugar al Bádminton en la Cañitas. Quizás, y solo quizás, algo de eso pasó en el club de sus amores, ese San Lorenzo que fue alguna vez glorioso, cuando por supuesto estaba él, y que ahora es un rejunte de lisiados que no valen ni el esfuerzo de pagar el codificado. Ojalá que Cítrico esté manejando bien las cosas, porque si no Marcelo tendrá que volver con su armadura celestial montado en un poni alado a poner las cosas en orden. Basta de delegar, basta: se terminó.

El chofer estaciona su camioneta negra justo en la entrada del hermético barrio privado: su lujosa casa, escondida entre las demás, recuerda a los caserones a todo culo que se ven en la películas de policías contra traficantes, con ese envidiado estilo mediterráneo, sus amplios arcos y columnas, la pileta climatizada y el infaltable spa, con aquellas palmeras artificiales al costado de un sendero de piedra que comunica al bunker con el mundo exterior, ese mundo dinámico y extraño en el que Marcelo parece triunfar siempre. Marcelo, con su traje y gafas negras, sale a toda velocidad para evitar el contacto visual tanto con Juan Carlos como con el chofer y, mediante algunas señas no del todo claras, da a entender que hoy, tras quince años de Candy Crush en el asiento de atrás, él estará al volante: es el momento de tomar las riendas de su vida.

Gracias a un arrebato de lo que él mismo llamaría cordura, está a una palabra de despedir al chofer, un pobre cristiano llamado Beto que apadrinó luego de que quedara sin trabajo y quien fue durante años su fiel y silenciosa compañía. Se lo piensa mejor: no puede hacerle eso al pobre de Beto. Andá, Beto, le dice mientras le tiende tres billetes de mil pesos, andá y comprate un café. Es por esto que se sube a la camioneta, pone su disco preferido de Miranda! y pisa el acelerador rumbo a Escalada sin ayuda del GPS, porque es bien sabido que el GPS es una herramienta maliciosa que bloquea las auras naturales del ser humano para ubicarse en tiempo y espacio: Marcelo no necesita ayuda. Luego de unas tres horas de viaje, y de pedir algunas indicaciones por el camino, estaciona frente al dúplex del viejo y querido Ravi López.

Continuará

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