ZONCERAS AZULGRANAS 4: EL APLAUSO FOCA

CULTURA

Érase una vez, allá por los ’80, una institución endeudada y enjuiciada; un equipo con pocas luces que dejaba el alma en cada pelota y suplía sus falencias técnicas con amor propio y tesón; y una hinchada que hacía de local en varias canchas, pero que en verdad era local en absolutamente todas, y que no necesitaba ganar ningún título para vivir con el pecho hinchado de orgullo. Eran los tiempos del San Lorenzo de los Camboyanos, ese que hizo del desamparo su fortaleza, que “estaba solo y no daba nunca nada por perdido”, tal como supo definirlo “Lucho” Malvárez, y que no precisó salir campeón para pasar a la historia y tener un lugar de privilegio en nuestro corazón.

Se trataba de una época signada por el gitaneo a través de diversos estadios y por la sequía de títulos; una época en la que las adversidades se presentaban como regla y las buenas noticias resultaban una rara excepción. Se trataba de una época, no obstante, en la que el Pueblo Azulgrana era feliz.

Con una fidelidad conmovedora y una inventiva única, la Gloriosa hacía de cada domingo una fiesta, y la identificación para con sus representantes en el campo de juego era total. Independientemente de los resultados, daba gusto ovacionar al “Ruso” Siviski, idolatrar a “Waltergol” Perazzo o romperse las manos para aplaudir la entrega del “Flaco” Rifourcat. Desde hace varios años, sin embargo, las cosas se han vuelto diferentes. Marcadamente diferentes.

En los últimos tiempos, San Lorenzo recuperó la localía, aunque no el arraigo; ganó alguna que otra copa y algún que otro torneo (menos que los que uno quisiera, pero más que los que hubiera soñado en los ’80) y hasta se dio el gusto de sacudir el mercado de pases con más de una lujosa contratación (gusto que nos salió demasiado caro, a juzgar por la actualidad de nuestras finanzas). Pero, tal vez, el cambio más traumático se vincule con la innegable ruptura de una unión que hacía la fuerza: la completa pérdida de identificación entre nosotros, como hinchas, y nuestros jugadores. Probablemente por eso, no haya zoncera azulgrana más irritante, para los que tuvimos la suerte de vivir la época del Ciclón de los Camboyanos, que la del Aliento Bobo y el Aplauso Fácil.

Es entendible que la búsqueda de algún referente entre los 11 que defienden nuestros colores en el rectángulo de juego constituya una necesidad lógica y natural, sobre todo para los más jóvenes. En pos de un San Lorenzo triunfador, un San Lorenzo que se ponga de pie y gane todo lo que juega, la tentación de reivindicar y ponderar en todo momento a quienes visten la azulgrana es muy grande. Pero más grande aún debería ser la distancia entre desear que lo hagan con éxito e hidalguía, por un lado, y descuidar que efectivamente eso se cumpla, por otro.

No nos confundamos. Alentar y apoyar a quienes nos representan cabalmente es hacerle honor a nuestra Historia. En paralelo, llamar la atención -en primera instancia- y repudiar -de no mediar cambios- a quienes nos faltan el respeto y patean en contra de nuestra Pasión, también lo es.

Dicho de otro modo, el mismo orgullo que la Gloriosa manifestó en los ’80 para embriagar de creatividad al cancionero del fútbol argentino o para copar barrios que previamente eran ajenos, hoy no está presente en el ninguneo zombie de la realidad (“aunque ganes o pierdas”), ni en el aleteo otario y vitoreo histérico a favor de quien sea y por cualquier nimiedad (con predilección por los apellidos de tres sílabas, estirando la vocal de la sílaba intermedia: “¡Burriiiiiiiito!”), ni mucho menos en la adoración de falsos ídolos (“¡Erviiiiiiiti!”, tras un gol de Banfield). Nada de eso: las más recientes reencarnaciones de ese orgullo tomaron forma de protesta: fueron el unánime repudio -primero en Ezeiza y luego en el Bidegain- contra quienes nos costaron títulos, copas e ilusiones, por un lado, y la masiva exigencia de Reparación Histórica para Volver a Boedo, por otro. No parece casual que, en el fondo, ambas giren en torno a la identificación perdida (con el equipo y con los orígenes).

Siguiendo con esta zoncera, tal vez sea muy drástico decir que, hoy por hoy, ya no quedan héroes en este lío. Y tal vez sea injusto igualar en el reproche al “Pipi” Romagnoli con el miserable e irrespetuoso “Chaco” Torres, por citar sólo dos nombres. Pero lo cierto es que la vara de la exigencia cuerva está por el piso, y a su lado yace nuestra dignidad. Eso dice, lamentablemente, mucho de nuestro presente, y no sólo a nivel deportivo. Aunque parezcan levemente inofensivos, aunque suenen a mal menor, a pecado de juventud, a cantito inapropiado, a mero pedido de foto o autógrafo que suscita vergüenza ajena, en realidad el Aliento Bobo y el Aplauso Fácil se mezclan en un cóctel mortífero: son el síntoma superficial de un daño mucho más profundo.

En tiempos en los que el compromiso y el hambre de gloria han sido reemplazados por las camarillas y los pedidos de resarcimiento, en tiempos en los que la extorsión y la falta de disciplina se ha vuelto ley, en fin, en los tristes tiempos de la Dictadura del Vestuario, el Aliento Bobo y el Aplauso Fácil nos empequeñecen, nos alejan de lo que fuimos y nos conducen inevitablemente a lo que no queremos ser: un club de Mercenarios, un club que vendió el alma.

AUTOR: Carlos Balboa

Socio 12.236. Socio Refundador 2.045. Miembro de DBV. Periodista.

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